En un reciente artículo, dos destacados miembros de la
Harvard T.H. Chan School of Public Health, los doctores Wayne C. Koff y
Michelle A. Williams, abordan varios aspectos acerca de la seguridad de las
vacunas frente al SARS-CoV-2 y en el que se plantean varias cuestiones al
respecto, ¿pero qué significa realmente que sean seguras?
Tras una colaboración sin precedentes y una vez que los
líderes mundiales reconocieron que nos encontrábamos en medio de una pandemia,
los esfuerzos han culminado en que varias vacunas, en menos de un año, se
encuentran en fases muy avanzadas de ensayos clínicos. Una vez que ya se están
administrando en varios países del mundo, la pregunta que surge una y otra vez
es: ¿son seguras?
La respuesta es clara: sí.
Las vacunas son uno de los grandes triunfos de la Salud
Pública. Durante décadas han ayudado a mejorar las expectativas de vida y
suponen una de las mejores herramientas para evitar enfermedades,
discapacidades y muertes. Las vacunas evitan de dos a tres millones de muertes
infantiles al año y son, también, uno de los productos que con más cuidado se han
ensayado y uno de los más seguros de la historia.
Una vez finalizada la fase III de las vacunas de
Pfizer/BioNTech y de Moderna, sabemos que son muy infrecuentes las reacciones
graves, y, una vez que se vayan vacunando millones de personas aumentará nuestra
confianza en cuanto a su seguridad y efectividad. No obstante, es importante
que tengamos claro lo que significa “seguras”. Ninguna vacuna ni ningún fármaco
están libres de efectos adversos al 100% y es responsabilidad de los sanitarios
el ser honestos acerca de ese extremo, de manera que la población mantenga su
confianza en la ciencia.
Las razones para el “escepticismo vacunal” ya arrancaron con
Edward Jenner en 1796 y las razones son de diversa índole: desde las creencias
religiosas a la explotación que se infringe a las comunidades de color, pasando
por la desinformación vertida a las redes sociales. Pero por encima de todas
ellas destaca el tiempo récord con el que se han desarrollado, probado y
aprobado.
Antes de que una vacuna se apruebe para su uso poblacional
debe pasar por un cuidadoso proceso en el que se ensaya en decenas de miles de
voluntarios, que permite detectar la mayoría de los efectos adversos. Para
detectar los menos frecuentes se dispone de los sistemas de vigilancia
postcomercialización, en los que se vigilan estrictamente los problemas que
aparecen al vacunar a millones de personas. Estos pasos complican la
comunicación de los líderes de la Salud Pública a la hora de explicar a la
población que es normal que aparezcan efectos y reacciones adversas,
especialmente cuando constituyen una noticia de portada en los medios de
comunicación o se amplifican en las redes y se convierten en pasto de las
teorías de la conspiración.
Ya se vivió algo similar a propósito de la pandemia gripal de
2009 cuando se asoció la vacuna frente a la cepa A/H1N1 con un riesgo
extremadamente bajo de padecer un Síndrome de Guillain-Barré. Los
investigadores calcularon que aparecían 1,6 casos extra de este síndrome en
cada millón de personas vacunadas y simultáneamente los CDC de los Estados
Unidos, a la vista de la experiencia de la swine flu de 1976, priorizaron una
política diaria de comunicación acerca de la campaña de vacunación con el
objeto de disipar las preocupaciones relativas a la seguridad de la vacuna
pandémica. En otras ocasiones, los expertos han concluido que los riesgos de
una vacuna eran costosos de asumir. La primera vacuna disponible frente a las
gastroenteritis por rotavirus, RotaShield, que fue autorizada en 1998, mostró,
un año más tarde, que aumentaba el riesgo de invaginación intestinal, del orden
de uno o dos casos por cada 10.000 niños vacunados. Por ese motivo se suspendió
la vacunación y el fabricante retiró la vacuna del mercado.
Esta experiencia demostró el rigor con el que los americanos
supervisaban el proceso de la seguridad de las vacunas y la rapidez con la que
actuaban si detectaban un problema. Unos años más tarde se aprobaron las
vacunas de segunda generación, no demostrando incremento del riesgo de
invaginación en la vigilancia postcomercialización.
Siendo claros: para las personas o familias puede ser
devastador experimentar cualquier efecto adverso o desarrollar una enfermedad
por culpa de una vacuna -cuando se supone que tiene que evitar enfermedades- y
nunca deberían tomarse a la ligera, incluso en medio de una pandemia, pero los
abrumadores beneficios de las vacunas tanto para los individuos como para la
sociedad compensan, significativamente, el riesgo de tener reacciones adversas.
Gracias a que las vacunas pasan por estrictos sistemas de
pruebas, las infecciones que años atrás afectaban anualmente a cientos o miles
de personas de los Estados Unidos, ahora son extraordinariamente infrecuentes:
la viruela se erradicó y la polio y rubeola están prácticamente erradicadas. La
contrapartida es que una vez controladas tendemos a bajar la guardia y a
olvidar lo importantes que son las vacunas para mantenerlas a raya.
COVID-19 es otro de los ejemplos en los que el riesgo de no
vacunarse es mucho mayor que el de los efectos adversos causados por la propia
vacuna. De las decenas de miles que ya han recibido la vacuna, algunos han
reportado cuadros transitorios de fiebre, dolores o reacciones alérgicas.
Comparémoslos con lo que ha causado el propio virus que ya ha infectado a más
de 70 millones de personas y matado a 1.6 millones aproximadamente, y todo ello
sin hablar de la devastación económica y sanitaria en todo el mundo.
Como dice el viejo adagio: las vacunas no salvan vidas, la vacunación sí. La única manera de parar esta tragedia y de intentar recuperar cierta normalidad es haciendo campañas masivas de vacunación. Éstas, comienzan ayudando a la población a comprender que las vacunas son seguras y exponiendo con claridad y transparencia los potenciales efectos adversos. Será en ese momento cuando reconstruiremos la confianza y nos aseguraremos que el virus solo sobrevive en nuestros libros de historia.
Fuente: Asociación Española de Vacunología
Traducido y adaptado por José A. Navarro-Alonso M.D
Pediatra. Comité Editorial A.E.V.
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