Me gustaría hacer una pequeña reflexión (o re-extensión, re-giro, re-torsión) a partir de la llama que simboliza el espíritu olímpico. Una «llamada» a la autoobservación. A sincerarnos con nosotros mismos y considerar si vivimos con una esencia de humanidad, que es la que inspira y prende mecha a la antorcha de la vida, de un mundo sano y armonioso. Crecí en una villa olímpica (Candás) con olímpicos y no olímpicos, pero todos modelos que han sellado en mí y para siempre valores universales.
La autenticidad y el equilibrio surgen en quien:
- Juega por honor, no por rivalidad.
- Defiende su persona, equipo o bandera sin menospreciar la ajena.
- Entiende las reglas del juego, desde la deportividad, no desde la venganza.
- Asume en armonía victoria y derrota.
- Cumple las normas, con y por respeto.
- Acepta los cambios y contratiempos buscando soluciones y no culpables.
- Entiende el lenguaje de la incertidumbre.
- Admira a quien le supera sin envidiarle. Busca su ejemplo.
¿Y tú? ¿Eres llama olímpica o incendias tu vida? Es la diferencia entre obtener luz o cenizas.
«Espíritu olímpico.
Conquista mi mirada.
Humanidad unida
caida y levantada.
Querida, ¡qué herida!
quedó tu alma.
Entregada siempre
con el mundo,
con la causa.
Sumergida en el himno
en las cinco alianzas.
Con o sin medalla,
batalla
ganada.
Olímpica,
la llama
que no se apaga».
Tenemos las herramientas y tenemos el talento. Es posible salvar y sanar al mundo. Que el espíritu deportivo sea nuestra mejor vacuna. Habremos subido al podio.
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